domingo, 15 de diciembre de 2013

La anorexia literaria según Matías Rivas

                En la prensa escrita podemos encontrar cientos de textos a los cuales pocos les prestan atención. Muchos de estos textos pasan desapercibidos por el público masivo y solo los leen académicos o  por un público muy acotado de personas. Yo siempre estoy atento a los textos que publica Matías Rivas en La Tercera. Estos textos son iluminadores sobre temas específicos y muchas veces guían mis lecturas. El viernes pasado publico la siguiente columna:
“Pasaje a la anorexia literaria
LOS DATOS son taxativos y los indicios demoledores: en nuestro país cada vez se lee menos y lo poco que se lee por obligación es mal entendido. Si deseamos evitar los eufemismos, entonces podríamos decir que vamos a una velocidad crucero hacia la anorexia literaria. Las razones son múltiples y no seré yo quien las revele. Lo único que sí puedo aportar es una percepción común: la cultura no es tema ni para los políticos ni para la elite. Incluso el acto de leer ha sido consagrado como un esfuerzo intelectual, un sacrificio. En los debates presidenciales no se escuchó una palabra sobre la pobreza cultural. Y la razón es que estos asuntos no dan votos. Los estrategas piensan que el mundo de los que escriben o se dedican a otras expresiones es pequeño y poco influyente. Sin embargo, se olvidan del público, de aquellos para quienes un libro o una exposición les enriquecen la vida o al menos les baja la ansiedad ante las premuras diarias. Se ha instalado la impresión de que no es urgente sanar nuestra indigencia cultural. Los economistas dicen que no es prioridad ante las demandas que el país tiene. Creen que la miseria sólo es cuantificable en dinero. Esa percepción se ha convertido en un muro infranqueable elevado por los tecnócratas y ha hecho imposible siquiera debatir la posibilidad de eliminar o disminuir el IVA a los libros. Es el mismo muro que impide oír el aullido y la rabia de los jóvenes que en la biblioteca de su liceo sólo encuentran abandono. El adelgazamiento cultural es tan fuerte que incluso la palabra “denso” desapareció del habla común. Se nota en la lista de libros más vendidos, donde reinan los volúmenes de chistes, las historias de fútbol, las biografías faranduleras, los atajos para alcanzar la felicidad -como si existieran- y una que otra novela rosa. A mediados de los 90, este ranking era liderado por autores como Tomás Moulian con Chile. Anatomía de un mito; Alfredo Jocelyn Holt con El Chile perplejo, y Martín Hopenhayn con Ni apocalípticos ni integrados: aventuras de la modernidad en América Latina. Hoy ningún intelectual está poniendo ideas en circulación que interpreten a los lectores. Lo que sí sobran son diagnósticos, comentaristas y aproximaciones. Pero no circulan conceptos desarrollados que nos ayuden a entendernos. Y cuando no hay ideas en juego, cuando no se discute con escepticismo y no se revisa lo que enfrentamos con distancia, entran en vigencia los principios inclaudicables, el orgullo y las demostraciones de fuerza. De ahí a la violencia hay sólo pasos, así que no nos extrañemos del anarquismo y la indignación. Quizás el problema es que el significado de lo que entendemos por cultura se ha ido diluyendo. Es una palabra escurridiza, que no tiene connotaciones demasiado positivas en estos días. Un sujeto culto puede considerarse un aburrido, un fracasado o un tipo que no se sabe qué desea. La cultura no es valor por ningún lado. En el mundo de Twitter triunfan los eslóganes y no los laberintos de una frase proustiana. Los resultados de los estudiantes en lo que refiere a los hábitos y la comprensión de lectura no son endosables sólo a los profesores. Casas sin libros, padres mudos, o que apenas ladran. La cuestión es harto más compleja. La depreciación social de las experiencias culturales ha creado una sociedad donde la ignorancia ha logrado prestigio. Los que leen son catalogados de ociosos o inútiles. Se dice por los diarios que no da bienestar físico la inmovilidad de la lectura. Además, los lectores asiduos se ponen críticos, piensan por sí y en sí. Y para colmo, ejercen la tan irritante independencia. ¿Queremos una sociedad reflexiva y cuestionadora, o mejor seguir arriando cómo vamos?”

                Ojala todos, en especial los políticos, leyéramos esta columna. Ojala todos leyéramos más. 

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