En la
prensa escrita podemos encontrar cientos de textos a los cuales pocos les
prestan atención. Muchos de estos textos pasan desapercibidos por el público
masivo y solo los leen académicos o por
un público muy acotado de personas. Yo siempre estoy atento a los textos que
publica Matías Rivas en La Tercera. Estos textos son iluminadores sobre temas específicos
y muchas veces guían mis lecturas. El viernes pasado publico la siguiente
columna:
“Pasaje a la anorexia literaria
LOS DATOS son taxativos y los indicios demoledores: en
nuestro país cada vez se lee menos y lo poco que se lee por obligación es mal
entendido. Si deseamos evitar los eufemismos, entonces podríamos decir que
vamos a una velocidad crucero hacia la anorexia literaria. Las razones son múltiples
y no seré yo quien las revele. Lo único que sí puedo aportar es una percepción
común: la cultura no es tema ni para los políticos ni para la elite. Incluso el
acto de leer ha sido consagrado como un esfuerzo intelectual, un sacrificio. En
los debates presidenciales no se escuchó una palabra sobre la pobreza cultural.
Y la razón es que estos asuntos no dan votos. Los estrategas piensan que el
mundo de los que escriben o se dedican a otras expresiones es pequeño y poco
influyente. Sin embargo, se olvidan del público, de aquellos para quienes un
libro o una exposición les enriquecen la vida o al menos les baja la ansiedad
ante las premuras diarias. Se ha instalado la impresión de que no es urgente
sanar nuestra indigencia cultural. Los economistas dicen que no es prioridad
ante las demandas que el país tiene. Creen que la miseria sólo es cuantificable
en dinero. Esa percepción se ha convertido en un muro infranqueable elevado por
los tecnócratas y ha hecho imposible siquiera debatir la posibilidad de
eliminar o disminuir el IVA a los libros. Es el mismo muro que impide oír el
aullido y la rabia de los jóvenes que en la biblioteca de su liceo sólo
encuentran abandono. El adelgazamiento cultural es tan fuerte que incluso la
palabra “denso” desapareció del habla común. Se nota en la lista de libros más
vendidos, donde reinan los volúmenes de chistes, las historias de fútbol, las
biografías faranduleras, los atajos para alcanzar la felicidad -como si
existieran- y una que otra novela rosa. A mediados de los 90, este ranking era
liderado por autores como Tomás Moulian con Chile. Anatomía de un mito; Alfredo
Jocelyn Holt con El Chile perplejo, y Martín Hopenhayn con Ni apocalípticos ni
integrados: aventuras de la modernidad en América Latina. Hoy ningún
intelectual está poniendo ideas en circulación que interpreten a los lectores.
Lo que sí sobran son diagnósticos, comentaristas y aproximaciones. Pero no
circulan conceptos desarrollados que nos ayuden a entendernos. Y cuando no hay ideas
en juego, cuando no se discute con escepticismo y no se revisa lo que
enfrentamos con distancia, entran en vigencia los principios inclaudicables, el
orgullo y las demostraciones de fuerza. De ahí a la violencia hay sólo pasos,
así que no nos extrañemos del anarquismo y la indignación. Quizás el problema
es que el significado de lo que entendemos por cultura se ha ido diluyendo. Es
una palabra escurridiza, que no tiene connotaciones demasiado positivas en
estos días. Un sujeto culto puede considerarse un aburrido, un fracasado o un
tipo que no se sabe qué desea. La cultura no es valor por ningún lado. En el
mundo de Twitter triunfan los eslóganes y no los laberintos de una frase
proustiana. Los resultados de los estudiantes en lo que refiere a los hábitos y
la comprensión de lectura no son endosables sólo a los profesores. Casas sin
libros, padres mudos, o que apenas ladran. La cuestión es harto más compleja. La
depreciación social de las experiencias culturales ha creado una sociedad donde
la ignorancia ha logrado prestigio. Los que leen son catalogados de ociosos o inútiles.
Se dice por los diarios que no da bienestar físico la inmovilidad de la
lectura. Además, los lectores asiduos se ponen críticos, piensan por sí y en
sí. Y para colmo, ejercen la tan irritante independencia. ¿Queremos una
sociedad reflexiva y cuestionadora, o mejor seguir arriando cómo vamos?”
Ojala todos,
en especial los políticos, leyéramos esta columna. Ojala todos leyéramos más.
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